2 de enero

Tenemos todavía el sabor de la Encarnación en la boca, degustando la experiencia de la Navidad.
        Frente a nuestro deseo más o menos consciente de devolver a Dios cuanto antes a su cielo (donde no pueda «desasosegarnos»), el Evangelio se esfuerza machaconamente en que aceptemos la realidad de que Dios se ha hecho carne; de Jesús como hombre verdadero; y de María, José y los pastores, gente como nosotros, que se encontró con Jesús. 

        Por más fe que todos ellos tuvieran y por más santos que fueran, no eran «santos de altar», sino personas corrientes con las mismas preocupaciones, las mismas alegrías y las mismas penas que tenemos nosotros. Gente de carne y hueso. Todo lo que rodea a Jesús es de carne y hueso. Entender eso es muy importante para comprender qué es y qué no es cristianismo. 

        Juan el bautizador tiene que señalar a Jesús, a quien la gente no reconocía porque veían en él a un señor normal, un joven sin particulares señales «celestiales» (como nimbos, aureolas, levitaciones u ojos en blanco). Un Dios demasiado encarnado; un carpintero, hijo de carpintero,en quien era difícil vislumbrar la gloria de Dios.    
         Exactamente igual que sucede ahora con nuestros mendigos o con nuestros marginados, la escoria de nuestra sociedad: ¿cómo van a ser ellos la encarnación de Dios, el «Dios con nosotros»? 

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