La semana de la Navidad hará que cuestionemos nuestro grado de Encarnación, y hasta qué punto sufrimos (y nos alegramos) por ser cristianos.
Se acerca la Navidad. Repetimos lo de «dichosa tú», pero ¿nos sentimos nosotros dichosos (dichosos de verdad, como cuando nos dan dinero extra) por creer en Jesús? En medio de la orgía de consumo y comilonas, es un buen momento para que nos preguntemos qué nos alegra de verdad la vida. Y qué lugar ocupa mi vivencia como cristiano en ese ranking de alegrías. Sufrir por nuestra fe no es más importante que ser dichosos por nuestra fe. Disfrutar de Jesús es tan importante como sufrir por él.
Ya casi estamos
El cuarto domingo de Adviento nos deja ya a las puertas de la Navidad. Este tiempo de preparación, que comienza con la perspectiva de la venida del Reino, termina concentrándose en un punto concreto de la historia, de nuestra historia. Allí convergen las promesas de los profetas. Allí se juntan ahora nuestros recuerdos. Todas las miradas se dirigen a Belén. La verdad es que Belén es, por ahora, un escenario vacío. Hasta los protagonistas de nuestra historia, José, María y el niño que está en su vientre, están en camino hacia Belén. No es más que una aldea. Dice el profeta Miqueas en la primera lectura que es “pequeña entre las aldeas de Judá”. Pero esa es la pequeñez que Dios ha escogido para hacerse presente entre los hombres. Allí, en un rincón perdido y escondido, el cielo se juntará con la tierra y lo imposible se hará realidad: Dios se hizo carne en un niño recién nacido.
Desde entonces, nuestra relación con Dios cambió para siempre. En aquel momento descubrimos que adorar a Dios no es ofrecer sacrificios ni ofrendas. No hay que ofrecer la vida de los animales ni la nuestra propia. Aquí no estamos para morir por Dios sino para vivir por él. Aquí estamos “para hacer tu voluntad”, como dice la lectura de la carta a los hebreos. Y la voluntad de Dios es que vivamos, que seamos felices, que crezcamos y maduremos en el uso de nuestra libertad, que nos respetemos unos a otros porque todos somos miembros de su familia, la familia del Abbá.
Pero antes de que llegue ese momento tan cercano de la Navidad, la liturgia nos invita a echar a una mirada a la madre, a María. María está alegre, feliz. Siente que la vida crece en su vientre y que esa vida es fruto del Espíritu de Dios. Algo nuevo está creciendo en ella y ese algo es para toda la humanidad. Esa alegría es expansiva, hay que comunicarla, hay que compartirla. Por eso se dirige a las montañas de Judá a encontrarse con su prima, también embarazada.
En ese encuentro de familia, Isabel, la prima, dice unas palabras inspiradas por el Espíritu de Dios, que hoy llegan hasta nuestro corazón: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de vientre. Dichosa tú que has creído”. De esa forma expresa perfectamente lo que está viviendo María. La fe hace vivir de otra manera. La fe ayuda a comprender la realidad desde una perspectiva nueva y más profunda. El que vive en la fe, como María, vive bendecido por Dios. Y todo lo que toca y dice se convierte en bendición para el creyente y para los que le rodean. Porque conoce en lo profundo de su corazón que el amor de Dios se ha instalado en nuestro mundo. Que nuestra alegría en esta Navidad sea fruto de la fe gozosa en el Dios que se encarna en Jesús.
Se acerca la Navidad. Repetimos lo de «dichosa tú», pero ¿nos sentimos nosotros dichosos (dichosos de verdad, como cuando nos dan dinero extra) por creer en Jesús? En medio de la orgía de consumo y comilonas, es un buen momento para que nos preguntemos qué nos alegra de verdad la vida. Y qué lugar ocupa mi vivencia como cristiano en ese ranking de alegrías. Sufrir por nuestra fe no es más importante que ser dichosos por nuestra fe. Disfrutar de Jesús es tan importante como sufrir por él.
Ya casi estamos
El cuarto domingo de Adviento nos deja ya a las puertas de la Navidad. Este tiempo de preparación, que comienza con la perspectiva de la venida del Reino, termina concentrándose en un punto concreto de la historia, de nuestra historia. Allí convergen las promesas de los profetas. Allí se juntan ahora nuestros recuerdos. Todas las miradas se dirigen a Belén. La verdad es que Belén es, por ahora, un escenario vacío. Hasta los protagonistas de nuestra historia, José, María y el niño que está en su vientre, están en camino hacia Belén. No es más que una aldea. Dice el profeta Miqueas en la primera lectura que es “pequeña entre las aldeas de Judá”. Pero esa es la pequeñez que Dios ha escogido para hacerse presente entre los hombres. Allí, en un rincón perdido y escondido, el cielo se juntará con la tierra y lo imposible se hará realidad: Dios se hizo carne en un niño recién nacido.
Desde entonces, nuestra relación con Dios cambió para siempre. En aquel momento descubrimos que adorar a Dios no es ofrecer sacrificios ni ofrendas. No hay que ofrecer la vida de los animales ni la nuestra propia. Aquí no estamos para morir por Dios sino para vivir por él. Aquí estamos “para hacer tu voluntad”, como dice la lectura de la carta a los hebreos. Y la voluntad de Dios es que vivamos, que seamos felices, que crezcamos y maduremos en el uso de nuestra libertad, que nos respetemos unos a otros porque todos somos miembros de su familia, la familia del Abbá.
Pero antes de que llegue ese momento tan cercano de la Navidad, la liturgia nos invita a echar a una mirada a la madre, a María. María está alegre, feliz. Siente que la vida crece en su vientre y que esa vida es fruto del Espíritu de Dios. Algo nuevo está creciendo en ella y ese algo es para toda la humanidad. Esa alegría es expansiva, hay que comunicarla, hay que compartirla. Por eso se dirige a las montañas de Judá a encontrarse con su prima, también embarazada.
En ese encuentro de familia, Isabel, la prima, dice unas palabras inspiradas por el Espíritu de Dios, que hoy llegan hasta nuestro corazón: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de vientre. Dichosa tú que has creído”. De esa forma expresa perfectamente lo que está viviendo María. La fe hace vivir de otra manera. La fe ayuda a comprender la realidad desde una perspectiva nueva y más profunda. El que vive en la fe, como María, vive bendecido por Dios. Y todo lo que toca y dice se convierte en bendición para el creyente y para los que le rodean. Porque conoce en lo profundo de su corazón que el amor de Dios se ha instalado en nuestro mundo. Que nuestra alegría en esta Navidad sea fruto de la fe gozosa en el Dios que se encarna en Jesús.
Para la reflexión
¿Qué puedo hacer en esta última semana para preparar la Navidad? ¿La voy a vivir gozoso desde la fe o con la alegría del consumo y del mucho comprar cosas? ¿Cómo puedo bendecir a los que están a mi lado, a mi familia, a mis amigos, a mi comunidad?
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