El deber y el privilegio de DAR


El verdadero valor de un regalo
Ejerciendo el deber y el privilegio de dar



         Nuevamente, y muchos casi sin darnos cuenta, llegamos al último mes del año ¡y nos sumergimos de nuevo en esta temporada tan única de la Navidad! Temporada en que la palabra más repetida en gran parte de la sociedad es “regalo”, incluso más que, lastimosamente, el nombre de Jesús.
      ¿Qué significa realmente dar un regalo? ¿Cómo el ejercer la virtud de dar puede producir cambios significativos en la vida de otros... y en nosotros mismos? 

Una teología del dar 
      La palabra “dar” es una gran palabra en la Biblia con respecto a Dios. De hecho, el Dios de la Biblia nos es presentado en ella como el Dios dador, origen y proveedor de todas las cosas. Existe un hecho teológico para esto.
      Dios es el único ser que, por definición, es eternamente suficiente en Sí mismo. En palabras sencillas, Dios no necesita de nada aparte de Sí mismo para existir y estar satisfecho. Es más, nada podría siquiera existir si no proviniera de Él.
Es una convicción básica de la fe cristiana que Dios es el supremo Creador, quien hizo todas las cosas “de la nada”. El mundo, la vida misma, y cada cosa que a nuestro alrededor y que podemos disfrutar, grande o pequeña, momentánea o duradera, provienen de Él. La predicación del apóstol Pablo en Atenas incluyó esta inequívoca afirmación doctrinal:
          “El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él es Señor del cielo y de la tierra. No vive en templos construidos por hombres, ni se deja servir por manos humanas, como si necesitara de algo. Por el contrario, él es quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas” (Hch 17.24–25). 
         
Gratitud humilde 
         Esta verdad bíblica tiene por lo menos dos consecuencias prácticas para nosotros. En primer lugar, nos llama a ser agradecidos y humildes, reconociendo que nada hemos conseguido realmente por nosotros mismos. A los creyentes de Corinto, algo engreídos espiritualmente, se les regaña con estas palabras:
“¿Quién te distingue de los demás? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y, si lo recibiste, ¿por qué presumes como si no te lo hubieran dado?” (1 Co 4.7).
         Es muy fácil olvidar que “nada trajimos a este mundo, y nada podemos llevarnos” (1 Ti 6.7), y actuar con presunción sobre las cosas que podemos llegar a tener en esta vida, negando implícitamente lo que son —regalos de un Dios generoso.                       Pero el mayor regalo de Dios llegó cuando nos dio a Su único Hijo para ser nuestro Salvador: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3.16). 
       El primer regalo de Navidad fue el propio Señor Jesús, dado por el Padre a la humanidad.
       Una de las propiedades más fundamentales que hace distinto al cristianismo de cualquier otra religión en el mundo es su mensaje de que la salvación es un regalo. El amor de Dios no se puede merecer ni comprar, sino que fluye hacia nosotros gratuitamente en la persona de Su Hijo Jesucristo. “Porque la paga del pecado es muerte, mientras que la dádiva [regalo] de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Ro 6.23). 

Generosidad 
       En segundo lugar, la verdad bíblica de que Dios es por naturaleza el primer y más grande dador, debe motivarnos a ser dadores como Él. Esto es inevitable si vamos a ser “imitadores de Dios como hijos amados” (Ef 5.1). Y en la enseñanza de Jesús, llega a ser un llamado radical del discipulado cristiano, en que el carácter dadivoso de Dios —incluso para con los malos— es el parámetro para nuestro amor.
       Este llamado radical, por supuesto, presupone una transformación también radical de nuestros corazones por la verdad del evangelio. La Biblia nos enseña con absoluta claridad que nuestra disposición natural es al egoísmo, a buscar para nosotros mismos, a reclamar, incluso a quitar a otros. Es la verdad del evangelio la que purifica nuestras almas para poder amar a los demás (1 P 1.22).
         Haber recibido la salvación —que incluye el perdón de nuestros pecados y el ser recibidos por Dios como Sus hijos por los méritos de Jesús— tiene consecuencias tanto para la eternidad como para esta vida. Este regalo decide nuestro destino más allá de esta vida, pero también este regalo nos cambia aquí y ahora, nos transforma en nuevas personas, con nuevos ideales y nuevas motivaciones.
          Una de las expresiones que toma esta transformación es que nuestro carácter se torna semejante al carácter del Padre, incluyendo que despierta en nosotros Su misma dadivosidad. De receptores nos convertimos en dadores para otros. Parafraseando el versículo de 1 Jn 4.19, “nosotros damos porque él nos dio primero”.
         Así que, si captamos realmente el carácter divino, porque hemos experimentado el poder transformador de la verdad al habernos dado a Cristo y la salvación, también nosotros seremos movidos por una nueva disposición interna de dar a otros. 

¿Qué podemos dar? 
            Ahora bien, no deberíamos restringir la virtud del dar únicamente al plano material. ¡Podemos dar mucho más que cosas materiales! Aunque la frase “Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9.7) está en el contexto de la ofrenda, este es un principio general que se aplica a todas las esferas de la vida. Como hijos de Dios, aparte de dinero y cosas materiales podemos dar…
        1. Nuestro tiempo. Compartir, prestar atención y escuchar a otros. En algunas ocasiones, es lo más valioso que podemos ofrecer a alguien.
       2. Nuestro talento. Ayudando a otros por medio de lo que sabemos hacer, prestando un servicio voluntario, etc.
       3. Nuestro conocimiento. Podemos ayudar a otros a resolver problemas por medio de los conocimientos que hemos adquirido. ¡Un consejo sabio y oportuno es una llave de oro!
       4. Nuestro afecto. En una sociedad a veces tan carente de calidez y sensibilidad, un abrazo y unas palabras sinceras de afecto pueden marcar la vida de alguien y cambiar su historia.
       5. El evangelio. Por sobre todas las cosas, el regalo más preciado que podemos ofrecer a nuestros semejantes es la buena noticia de la salvación en Cristo —el regalo de Dios. Negarlo es también la mezquindad más grande de todas. 

El costo de no dar 
          ¿Por qué nos cuesta dar? ¿Por qué es que tan pocos parecen poseer la virtud de entregar y entregarse para bendecir a otros?                  Quizás parte de la respuesta está en la cultura que nos rodea y parte también en nosotros mismos.
          Es un hecho innegable que la sociedad de consumo, de la que somos parte, nos ha educado a través de todos los medios a obtener, a buscar y a reclamar. Pero incluso la cultura evangélica moderna, de la que también somos parte, nos ha “adoctrinado” en una mentalidad de auto-complacencia que en gran medida ha adormecido en nosotros la capacidad de ver al “otro” y sus necesidades.
          Hasta nuestras canciones de alabanza están llenas de expresiones en primera persona y una búsqueda individualista, desconectada del resto del cuerpo. Vamos a la iglesia esperando “recibir”, mientras que la propuesta bíblica es que cuando la iglesia se reúne cada uno de los miembros tiene algo que dar a los demás para edificación (1 Co 14.26).
          Hemos sido entrenados también en el pensamiento de que cuando damos algo estamos perdiendo. “Dar es perder”. Es verdad que todo acto de dar implica un costo para el que da, pero no todo costo es pérdida. La Biblia nos enseña, con el propio ejemplo de Dios, que dar es realmente ganancia, y una ganancia doble:
        *Gana el que recibe, porque es bendecido. Cuando damos, una necesidad puede ser cubierta, una situación puede ser transformada.
        *Y gana el que da, porque su riqueza queda demostrada y obtiene además el valor del resultado de su generosidad.
        Como dice el viejo refrán, “lo que das es lo que realmente tienes”, y nadie puede quitarte aquello que has dado. A menudo, el no dar nos priva de ver cuán bendecidos somos realmente. Es posible que lo que tenemos para dar nos parezca poco, pero no ignoremos que en las manos del Señor Jesús, los cinco panes y dos peces de un muchacho alimentaron a cinco mil personas (Jn 6.8–11).
          Seguramente que el dar nos costará algo. Pero el costo de no dar suele ser mucho mayor, no sólo para el que pudo haber recibido, sino también para el que pudo haber dado. Después de todo, según las palabras del Señor Jesús, quien ha dado también recibirá: “Den, y se les dará: se les echará en el regazo una medida llena, apretada, sacudida y desbordante. Porque con la medida que midan a otros, se les medirá a ustedes” (Lc 6.38).

Un deber y un privilegio 
         Resulta interesante que en los escritos de sabiduría (o sapienciales) en la Biblia, uno de los aspectos que se destaca para contrastar al hombre justo o sabio del hombre injusto o necio, es la cuestión del dar.
       “Los malvados piden prestado y no pagan, pero los justos dan con generosidad” (Sal 37.21). “Todo el día [el perezoso] se lo pasa codiciando, pero el justo da con generosidad” (Pr 21.26).
        Como seguidores de Jesús, el dar no es una virtud opcional —ni excepcional— para nosotros. Es un deber que debemos cumplir con la mayor responsabilidad. Pero por el otro lado, tampoco debe ser para nosotros una exigencia amarga o carente de gusto, sino un privilegio que debemos ejercer con el mayor de los placeres, “recordando las palabras del Señor Jesús: ‘Hay más dicha en dar que en recibir’” (Hch 20.35).
        ¡Que disfrutes la dicha de dar en este tiempo y siempre!
 

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